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Ernesto Aroche Aguilar

Quienes conocen a Rammstein saben que el grupo alemán formado en 1994 suena a metal que choca contra más metal, que su música se ubica dentro de la corriente Industrial con tintes de rock duro, algunas actitudes góticas y por supuesto mucha electrónica, por eso cuando se difundió por la red un video en donde se ve a Till Lidman –el vocalista de la banda— gritar en español: “Complaciendo a todos los bailadores con esta rola que diceeee” para luego tocar “El Sonidito” (Das klein ton) una rola de música de banda con tintes electrónicos que le dio sus 15 minutos de fama a los michoacanos de Hechizeros Band, la primera reacción generalmente es de sorpresa y luego de franca carcajada al entender que lo que circuló por los correos electrónicos y en las redes sociales como Facebook, Hi5, Twitter y demás, es una mezcla muy bien lograda del video de un concierto de los alemanes, con mucha pirotecnia y demás, con la rola de marras.

El video (http://www.youtube.com/watch?v=K0it1u_WcBI) reproducido más de un millón cien mil veces no es el único en su género, en el más famosos portal de videos lo mismo se pueden observar a Axel Rose bailando una cumbia muy rasposa o los Guns ´N Roses tocando “La Culebra” y a los angelinos de Korn aventarse “El Sinaloense” en versión de El Recodo. Aunque fue el trabajo creado Morkecho666 el que se llevó las palmas efímeras de la red, a pesar de que en el celebrado y reproducido video se podría decir que se están violando los derechos de autor de las dos agrupaciones.

La apropiación de contenidos en Internet para transformarlos en algo nuevo, distinto de sus propias raíces, no es nuevo en la red, de hecho es uno de sus resultados más palpables de las posibilidades que ofrece el mar de información –en video, audio, fotografía y textos— que está al alcance de un click del ratón, y que además ha puesto en jaque a la industria del entretenimiento y de contenidos, orillándolos a buscar –sin haberlos encontrado del todo— modelos de negocios que respondan a esta nueva realidad.

Ariel Vercelli, autor del libro “Repensando los bienes intelectuales comunes”, que como habría de esperarse se distribuye de manera gratuita desde el sitio web del autor (www.arielvercelli.org) lo explica así:

“Las tecnologías digitales e Internet han favorecido un cambio radical en las capacidades de los usuarios finales. Entre otros cambios, estas tecnologías han favorecido, fortalecido y renovado el ejercicio directo e inmediato de los derechos de autor y los derechos de copia. A través de estas tecnologías digitales y de las redes distribuidas, los bienes intelectuales comunes renacen constantemente y crecen a medida que más se distribuyen obras intelectuales en Internet”.

Esto, como bien lo apunta el académico argentino, origina un problema: qué hacer con los derechos de autor cuando la reproducción y distribución de obras y contenidos en la red es ilimitado y la tecnología digital permite (sin demasiado esfuerzo ni inversión) copias que en la práctica podrían pasar como “originales” en tanto clones del producto inicial, y por otro, permite prescindir del soporte físicamente tangible que contiene la obra.

¿Copyleft vs Copyright?

Con todo lo anterior en mente, en diciembre de 2002 nació en Estados Unidos un proyecto de “licencias libres” (Creative Commons). Como todo acto humano la iniciativa no nace de la nada, trae como antecedente las ideas de la cultura libre de los años 90 en el desarrollo de software y las licencias copyleft como una oposición a los monopolios del desarrollo de programas de computación (basados en el copyright), pero incluso se puede apuntar a los movimientos hippies de los años 60 como otro de los tantos antecedentes.

Las Zonas Temporalmente Autónomas (TAZ por sus siglas en inglés) que enunció en su momento Hakim Bay a principios de los 90 en un discurso de toques incluso anarquistas, es otro de los referentes que antecedes al proyecto de las licencias libres.

Pero, las Creative Commons o licencias libres, a pesar de lo que se pueda pensar, no pretender socavar el sistema económico del que nacen, es decir, no atenta contra el derecho de autor, por el contrario, lo reconoce pero al mismo tiempo abre la posibilidad de que cualquiera que genere contenido en la red (y ya casi todos lo hacemos, con el simple hecho de enunciar ideas, comentarios en las redes sociales), decida hasta dónde llega su potestad sobre sus propias palabras, es decir que en lugar de prohibir el uso (la idea del “todos los derechos reservados”), lo autorice bajo algunas condiciones (es decir, “algunos derechos reservados”).

Defensores del proyecto argumentan que la apropiación de los productos culturales –léase cualquier expresión humana— como base de la cual partir es fundamental para la evolución humana.

Raquel Xalabarder, doctora en Derecho por la Universidad de Barcelona, argumenta en un artículo sobre el tema que “nadie puede crear en un ‘vacío’: toda creación se sustenta de creaciones anteriores. De hecho, podríamos decir que el dominio público es el estado “natural” de las obras, siendo el régimen de propiedad intelectual una excepción temporal y limitada al dominio público”.

Y es que la propiedad intelectual es una institución, un convenio social aceptado de reciente factura, pues la creación humana de cualquier tipo de expresión ya existía antes del copyright.

“El nacimiento de la propiedad intelectual que hoy conocemos sólo fue posible (y necesaria) a raíz de una innovación tecnológica: la imprenta de Gutenberg en el siglo XV, que permitió por primera vez la producción masiva de ejemplares de la obra y, por tanto, su comercialización. La propiedad intelectual nace, pues, cuando es posible valorar la obra (creación intelectual) y distinguirla del soporte físico que la contiene. A lo largo de los siglos, el régimen de la propiedad intelectual se ha demostrado útil como incentivo para fomentar la creación de obras”, explica también la académica, pero no por ello deja de señalar que en materia de protección de los derechos los excesos a su vez pueden limitarla.

La industria de contenidos argumenta que, sin los derechos, el sistema de propiedad intelectual no podría sobrevivir en un contexto digital. El movimiento de la cultura libre argumenta que estas modificaciones llevan al bloqueo digital (digital lock up) de las obras, sujeto al control absoluto del autor, y al empobrecimiento cultural.

Y eso es justamente lo que está sucediendo con las industrias culturales, de entretenimiento y de generación de contenidos: el exceso de protección que exigen las empresas del ramo con el argumento de la recuperación de la inversión que inyecta la industria para generar nuevos productos limita la apropiación de los objetos –cuando los hay— y de las ideas detrás de ellos.

Mezcla y remezcla

El fin de siglo trajo consigo un espíritu revisionista, apuntalado por la facilidad tecnológica para repasar si no todo el siglo, al menos sí las últimas décadas, sin duda las más vertiginosas en lo que a nuevos medios –y por ende nuevos espejos en los cual mirarnos— se refiere.

Musicalmente parecemos metidos en una espiral que se mira el ombligo en un necesario pero tal vez excesivo recuento de los que fuimos –especialmente de la década de los años ochenta–, aunque también nos dejó fenómenos de apropiación de esos mismos contenidos para descontextualizarlos y crear desde ahí nuevos sonidos, ejemplo de ellos son bandas como Portishead, pero también como The Avalanches.

Visual e icónicamente si bien también se tiene esa actitud, también hubo una apuesta por voltear a la vastedad global que trajeron consigo las tecnologías de la información en su posibilidad de interrelación pero también en esa facilidad de reproducción.

Y esa misma facilidad de reproducción y apropiación es la que toma Morkecho666, tal vez mucho menos ideológico y tal vez mucho más ocurrente, para poner a Rammstein a interpretar El Sonidito.

Experimento que tal vez, sólo tal vez, a la larga permita a ese usuario en Youtube ofrecer productos de una mayor durabilidad espacio temporal no limitado por un rígido copyright.

Publicado en la revista VOR